Monday 21 July 2008

Miradas

.
.
Francisco vive solo (¿y quién no?) en un pequeño apartamento de escasos metros cuadrados adornado con las tonterías a contracorriente de turno. Como todo chico de su edad (pues Francisco es joven, casi adolescente), se entretiene con lo que puede. Ahora, en este instante, mientras escribo el “a” del “la” que acaban de leer (aunque como ven no es ahora cuando lo escribo, es un “la” ya pasado -el presente siempre se escurre entre los dedos como un pez recién salido del agua; mar o río, no importa-); bueno, más o menos en este momento, en un aproximado “ahora”, tiene entre las manos un libro. Al acercarnos podremos ver su título: Cien años de soledad.
Tras repasar su estantería de un modo no superficial, podríamos aventurarnos a definir tranquilamente sus gustos literarios con el adjetivo “ecléctico” sin desviarnos demasiado de la realidad (aceptando que la realidad sea algo capaz de ser enmarcado dentro de la engañosa, muerta y estéril dimensión léxica, es más -menos, en realidad-, dentro de un adjetivo elegido concienzudamente dentro de mi, sinceramente, pobre repertorio). Shakespeare (sólo tragedias), algo de la poesía de Neruda, Los cantos de Maldoror, el Nosotros de Zamiatín, Sade, El Principito, un poco de Borges, bastante más de Cortázar, El mito de Sísifo, unos cuantos escritos de autores rusos distribuidos sin ningún orden entre las baldas, Joyce, Las hojas de hierba de Whitman… y eso en un primer vistazo, lo cual no es poco (ni mucho, todo depende de lo que hayan dispuesto bajo el fiel de su balanza -para la mía, no es poco-).

Mientras Francisco pasa las páginas del libro, cuya lectura está ya bastante avanzada, podrán escuchar de fondo a Sergio Algora junto a su grupo primigenio: El niño gusano. En realidad no es Sergio, sino su voz antiguamente grabada en algún estudio que mecánicamente es reproducida por el equipo de música de la habitación de nuestro protagonista. Es una voz que ya no existe, es una voz muerta que vive. El niño gusano no es el pasado de Algora, pues Algora es todo pasado desde el fatídico día en que murió sobre su cama. Ahora pasado y futuro no le importan nada a un Sergio Algora que no existe, pero su voz se resiste a apagarse. Francisco hace sonar esa música, reflejo de la vanidad, cuando nadie puede oírla ya (quizás a él no, pero sí a un viejo eco de él que no es él, pero se le parece -es curioso cómo no podemos ver lo que es ahora, pues no es, mientras que sí podemos revivir lo que su voz fue-).

Curioseando un poco entre sus discos, verán que la melodía que hoy suena no es fortuita. En primer lugar -no deben olvidarse del punto que a continuación voy a recordarles- porque éste es un relato de ficción, previamente reflexionado -menos de lo que puedan imaginar, aclararé- por su autor: yo (el reciente fallecimiento del cantante me llevó a incluirlo aquí por razones puramente sentimentales... sé que están en su derecho de aducir que su muerte podría ser considerada como algo fortuito y por extensión también el haber elegido a Sergio y su voz para el relato, pero si aceptase dicha hipótesis estaríamos entrado en los pantanosos territorios metafísicos del destino, Dios y demás imprecisiones; y ante eso, prefiero no bifurcar este tema demasiado para no entorpecer más de lo que ya he entorpecido la narración-). En segundo lugar, porque nuestro protagonista, al cual empiezo a no distinguir claramente de mi propio yo (con los peligros añadidos -¡piénsenlo!- que esto podría conllevar), tiene una argamasa de discos entre la cual destacan las colecciones completas de todo lo que ha hecho Andrés Calamaro en vida, por un lado, y todo lo relacionado con Francisco Fernández y Sergio Algora por otro, homenajes incluidos.

Francisco no sólo lee. A veces también se masturba, come lo necesario, se asea o ve la televisión (no es muy selectivo en esto -por lo que quizás se rompa con este pequeño detalle el aura snob previamente esbozada en un par de trazos gruesos; y es que, tarde o temprano, descubrimos que aunque lo más cómodo es reducir a las personas a un mote, un par de frases y una apresurada caricatura, todo el mundo es algo más que eso; por otro lado, ¿qué importa lo demás si lo que está más allá de “eso” sólo lo intuyen ellos?-). Nuestro protagonista también suele hablar por teléfono, normalmente mediante monosílabos; ahora, precisamente, ha dejado de leer y conversa con alguien desconocido e imposible de descubrir ante lo paupérrimo de su elocuencia. Bien podría, como autor del relato que soy, inventarme la historia oculta al otro lado, pero en ocasiones es preferible mantener cierta privacidad, y más si empezar a hablar e inventar mil y un personajes secundarios no aporta realmente nada a la historia. En este caso no es necesario ni un solo personaje, es más: es completamente inadmisible la idea “personajes secundarios”. Sólo hay dos protagonistas. O más bien un protagonista al principio (Francisco), y otro al final (María). Pero no adelantemos acontecimientos.

Francisco suele bajar a la calle y hacer la compra, ir al cine o a trabajar. O queda con sus amigos para lo que se tercie. Pero hoy no se decanta por ninguna de estas opciones. Hoy Francisco se ha colocado su gorra roja en la testa y ha salido de su casa para dirigirse a Fnac y comprar allí una película. Como era de esperar -¿no les parece?-, a Francisco también le gusta el cine, pero aquí no nos vamos a meter en sus gustos específicos por no alargarnos más de lo estrictamente necesario. Resumiremos diciendo que lleva idea de comprarse El topo, de Jodorowsky.

Al salir a la calle empieza el nudo de nuestra historia, el asunto hacia el que, sin saberlo -pues nada saben-, se encaminaban todas mis anteriores palabras. La calle es normal, el día está soleado, pasan coches y los niños juegan en el parque. Puntualicemos: más bien, se escuchan sonidos de niños como jugando en un parque. Pero si se alejasen un segundo del rostro de Francisco, si observasen a “los otros”, entonces y sólo entonces comenzarían a extrañarse: bajo ropas, gafas y calzados, en el parque junto a la pelota o dentro de los coches que circulan, no encontrarán a ninguna persona. ¿Qué hay, entonces, bajo toda esa masa de accesorios urbanos, bajo los sonidos cotidianos de una ciudad mediana como Zaragoza? Maniquíes. Maniquíes en el parque, en las aceras y en los coches. Maniquíes detrás de las cajas, en las tiendas, y uno disfrazado de guardia en mitad de la acera, como dirigiendo un extraño tráfico generado por maniquíes que -no me pregunten cómo- conducen. La calle está repleta de maniquíes inmóviles entre los que Francisco pasa sin fijarse, esquivándolos, mientras escucha alguna melodía de su I-pod (esta vez no sabría decirles cual, no es Algora y tampoco la conozco).

¿De dónde sale pues toda esa algarabía? ¿Cómo puede un maniquí conducir un coche o un autobús? Y lo que es peor… ¿por qué no se asombra Francisco? Me aventuraré a decir algo aunque rompa así con un posible halo de misterio que en verdad jamás planeé crear: imaginen por un momento que Francisco no haya visto en su vida otra cosa que maniquíes vivientes. ¿Cómo sorprenderse entonces? No digo que nuestro protagonista viva rodeado de maniquíes, -¡no me malinterpreten!-, sino que su mirada transforma a las personas, sin darse cuenta, en muñecos de plástico inútiles a los cuales no es necesario prestar atención. Y puede que ustedes tampoco puedan escapar de la enfermiza forma de ver el mundo de Francisco mientras dure esta historia (o la abandonen). Estamos atrapados tras su mirada. Los ojos de Francisco no se interrelacionan con ningún tipo de personaje secundario (de ahí lo inadmisible de su presencia) pues sólo ve cachivaches esparcidos por doquier a los que esquivar al son de la música de su I-pod blanco. ¿Y por qué se sorprenden y él no? Pues quizá porque ustedes jamás miraron el mundo así… ¿o me equivoco? Esto sólo son conjeturas de un autor que dice todo lo que sabe y no oculta nada a su público. Lo real ahora es Francisco, y los maniquíes que le rodean. Lo demás, sólo cháchara.

Francisco está esperando el autobús entre maniquíes, y el bus llega. Al abrirse la puerta, cómo no, encontramos a un maniquí al volante. Nuestro protagonista pasa su tarjeta bus y se adentra en el vehículo, repleto de maniquíes-mujer, maniquíes-hombre, maniquíes-niño… maniquíes todos vestidos de una forma claramente veraniega -pues en verano se sitúa nuestra historia-; unos de pie, otros sentados, el bus parte, quién sabe como, y de repente y sin previo aviso Francisco se detiene en mitad del vehículo, fijando sus ojos en un lugar fijo mientras se arranca los cascos de los oídos. Desde aquí parece ridículo ahí en medio, inmóvil, como imitando a sus pálidos y fríos acompañantes.

Veamos pues un momento hacia donde su mirada está dirigida… ¡Sorpresa! ¡¿Cómo puede ser?! En uno de los asientos junto a las puertas traseras, rodeada de otros maniquíes, encontramos sentada a una chica de carne y hueso, de piel y melena morena, oculta tras unas gafas. Acerquémonos más. Sí, sin duda está viva; miren cómo late esa vena del cuello, observen atentamente cómo se expanden levemente los orificios de su nariz al inspirar. Nos olvidamos completamente de Francisco (¿o es la mirada de Francisco, en la cual creemos estar atrapados, la que se olvida de su propio dueño?). María, pues así quiero y creo que debe llamarse nuestra protagonista, anda leyendo el libro. No “otro”, ni “un” libro. María también lee Cien años de soledad.

Observémosla un poco más detenidamente. En un solo segundo nos ha hechizado (a nosotros o a Francisco, no lo sé -¿y qué importa? Si aceptan que de veras nos encontramos atrapados en la mirada de Francisco y ésta está atrapada por la visión de ella, también estaremos, indirectamente, irremisiblemente atrapados por María y su belleza-). María es bella en un sentido no-clásico, es decir, en el mejor sentido (al menos según mi -valga la redundancia- sentir). Me explicaré: la belleza clásica no deja de ser, si lo piensan un segundo, una belleza impersonal -y por extensión levemente inhumana- en su pueril acomodo al prototipo humano más básico. La belleza clásica es una belleza tan típica que incluso me atrevería a decir que no interesa, o al menos, que en su perfección no sorprende… sin embargo, la de María va mucho más allá. Es la belleza que no asombra, es la belleza que sibilinamente atrapa, de forma sutil pero poderosa, y te arrastra a situaciones a las cuales jamás pensarías llegar antes. Su belleza es de ésas que llevan a la perdición a los hombres y sus almas, si es que tal cosa existe.

María se levanta y pulsa el botón rojo. Va a bajar. Mientras espera impaciente su parada, entre maniquíes que tampoco le sorprenden (¿o ella no los ve -y por tanto seguiríamos, o al menos eso creemos, atrapados entre las férreas pupilas de Francisco-?), parece que desde atrás una sombra se acerca. ¿Será él? Se intuye una respiración entrecortada cercana al cuello de María, ¿no la escuchan? Su piel se ha erizado momentáneamente. Se intuye también como un par de ojos que la observan, alguien que se deleita visualmente sorprendido ante ella. Parece que María empieza a sentirse tentada con girarse y mirar frente a frente a ese fantasma que imagina está espiándola, fantasma que, posiblemente, será Francisco. Pero la parada ha llegado y María baja sin mirar atrás. Antes de que el autobús se vaya, antes incluso de que las puertas cierren, podemos ver -justo detrás de donde María estuvo hace tan solo un instante, en ese mismo lugar- a un maniquí gris con una gorra roja en la cabeza.

Las puertas se cierran. Se aleja el autobús. Más. Más. Sólo nos queda una parada repleta de maniquíes, y una silueta roja muy lejos. Qué importa. Imagino que al fin sabrán lo que acaba de ocurrir ante nuestros ojos (¿nuestros ojos?): hemos cambiado de ojos, sí. Por desgracia, no de mirada. Todavía presos en una pupila ajena, y el relato termina.
.

1 comment:

  1. No he podido esperar hasta Agosto para publicar algo, pero sabed que esto es sólo una pausa en mi descanso. De verdad "de verdad", vuelvo en Agosto:-).

    Saludos

    ReplyDelete