Wednesday 15 August 2007

Mitomanías (de Juan Manuel de Prada -2ª Parte-)

No sé si Juan Manuel de Prada hablará de este tema con más frecuencia de la que yo soy capaz de captar (no soy muy asiduo al XLSEMANAL), pero el caso es que hace unos días me sorprendió descubrir por casualidad -en el número del 5 de Agosto de 2007- que el escritor había publicado en dicho suplemento un texto titulado Mitomanías que enlazaba con otro del que ya hablé largo y tendido en Joel Loves Clementine. Aquí os lo dejo, con todos los enlaces necesarios:-)
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Mitomanías

‘La noche anterior había acompañado a Chencho Arias a una mansión de Mulholland Drive, donde una millonaria celebraba un concierto de guitarra española. La oscuridad no facilitaba la orientación y Chencho, que iba al mando del volante, pasó de largo. El coche se internó por la serpenteante carretera, que cada vez se iba estrechando más, hasta adquirir un aspecto amedrentador; a nuestros pies, las luces del valle San Fernando titilaban como luciérnagas ateridas, añadiendo desamparo a nuestro extravío. Embarrancados en mitad de aquella carretera sinuosa y sin cunetas, confesaré que pasé un poco de miedo; pero era un miedo gustoso, porque imaginaba que estábamos protagonizando una escena de la película de David Lynch que ha inmortalizado el nombre de esta carretera. Luego, esta expresión lynchiana -mezcla de desasosiego onírico y comicidad desquiciada (NdeT: y de caradura) - se agigantaría en la mansión de la millonaria, que participaba de ese aire arquitectónico, entre sincrético y desaforadamente kitsch, característico de la zona.


Le conté mi aventura de la noche anterior a Rena Riffel mientras se maquillaba en su apartamento. Rena trabajó en Mulholland Drive, a las órdenes de Lynch, en un papelito más corto de lo que ella y yo hubiésemos deseado. A Rena mi mitomanía compulsiva la hace troncharse de la risa; fue esa mitomanía la que me impulsó a conocerla, después de descubrirla en Showgirls y de perseguir obsesivamente su rostro en producciones abisales de serie B durante más de una década. Mientras la veo perfilarse los labios ante el espejo me acomete la misma expresión de irrealidad y exultación que a la Mia Farrow de La rosa púrpura del Cairo cuando descubre que está viviendo dentro de una película. Para esta noche, dulce y cálida como el sueño de un lactante, Rena me tiene reservada una sorpresa: haremos una visita a Philippe Mora, un director amigo suyo. Mora fue en su día el encargado de comprobar que yo era en verdad, como afirmaba en los fogosos emails que dirigí a Rena en vísperas de mi primera visita a Los Ángeles, un escritor español cinéfilo, y no un psicópata emboscado (pero lo cortés no quita lo valiente); para ello, Mora solicitó informes a la actriz Ruth Gabriel, hija de la escritora Ana Rossetti, con la que había trabajado en un pasado reciente. Los informes de Ruth Gabriel debieron ser tranquilizadores, o siquiera no excesivamente intimidatorios, y Philippe Mora animó a Rena a citarse conmigo, considerando poco probable que fuese a lonchearla con la sierra eléctrica. Ahora íbamos a conocer al muñidor de aquel primer encuentro.




Rena sabe de mi obsesión por Rutger Hauer, el replicante de Blade Runner, con quien Philippe Mora rodó un par de películas en los ochenta, una de ellas coprotagonizada además por Kathleen Turner, otra de las diosas más veneradas de mi Olimpo. Sabe también que disfrutaré como un enano escuchando las anécdotas suculentas que Mora me contará, pues como yo es un mitómano enfermizo. Philippe Mora vive hacia el 1400 de Havenhurst Drive, en West Hollywood, en un complejo de apartamentos llamado La Ronda, erigido durante los años veinte del pasado siglo, en un estilo arquitectónico que por aquí denominan ‘Spanish Colonial’, en el que se funden elementos mejicanos y andaluzoides, pasados por el turmix del delirio californiano. Mora es un australiano menudo, de ojos saltones y conversación impetuosa; su apartamento, abigarrado y caótico, conserva sin embargo el aroma de la edad dorada de Hollywood. Me refiere sabrosísimas intimidades de algunos de los actores con los que ha trabajado, auténticos iconos para cualquier aficionado de la serie B que se precie. Pero cuando ya creo que mi hambre mitómana ya ha sido colmada, Mora me sorprende con una revelación que a punto está de marearme de felicidad. El apartamento en el que nos hallamos fue alquilado en 1935 por Cary Grant y Randolph Scott, poco después de que Grant se divorciase de Virginia Cherrill, la bellísima cieguita de Luces de la ciudad, al parecer mosqueada por los devaneos criptogays de su marido. Nunca sabremos a ciencia cierta lo que ocurrió entre los muros de esta casa mientras tan ilustres inquilinos la habitaron, pero la mera idea de estar pisando el mismo suelo que en su día hollaron Cary y Randy me enloquece. Mora me muestra una fotografía en la que ambos actores posan, con una como lánguida virilidad, en la misma habitación en la que nosotros nos hallamos. Le pido a Rena que me pellizque el brazo, para cerciorarme de que no estoy soñando.’

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